Un General, al que tampoco le escribían
A don Juan Alberto Sánchez,
jaureguinamente…
El general se levantó temprano, agarró en la cocina su
tarro de café y fue a sentarse en el corredor. Desde allí contempló las diez vacas,
sus respectivos becerros, y entabló
conversación con la cocinera y el
administrador de la finca. Era poco lo que
tenían que decirse. Diez vacas a la vista. Las gallinas, los caballos, las
parcelas de apio, frijol y maíz. Lo poco
que trasegaban para la casa del general en el pueblo. Y la visita del
correo.
¨¿Trajeron carta hoy?¨ ¨No, señor general, no trajeron carta¨. Conversaban, igual que ayer, antier, muchas mañanas, desde hacía más
de seis meses. Había venido a temperar de los huesos y la vista; a tomar cuenta
de los pocos animales que quedaban; a sembrar cosechas seguras, rendidoras; a esperar la carta que debía llegarle de
Maracay.
¨¿Trajeron carta hoy?¨
¨No, señor general, no trajeron carta¨.
El general comenzó a pensar que si las cartas
no llegaban se debía a que las gentes no pasaban por el camino. No había razón
de sentarse a desayunar en el corredor, a conversar con el primero que pasaba, o
con cualquier visitante ocasional, a menos que fuera amigo de la casa, trajera una carta o cualquier cosa
importante.
¿Qué podía ser para él una cosa importante? Una guerra, como la de los mil días, cuando,
exiliado en Colombia, le tocó enfrentar las tropas godas del General y Doctor Enrique
Núñez, que peleaba con la cruz en la mano y las balas no le entraban. La destitución
del general Eustoquio Gómez, que el amigo Juan Alberto Ramírez fue a contarle
en persona. Las novedades de El General, renco y algo gastado de la próstata,
pero aun despierto, como una fiera, en Las
Delicias. ¡Eso sí era importante!
Le escribía
mensualmente y esperaba la contesta, sentado en el corredor, mientras
desayunaba y conversaba con la cocinera y el encargado de la finca.
¨¿Qué le pasará a El General, que le escribo y no me contesta?¨, era su tema diario de
conversación. A primera hora se ubicaba
en el banco de siempre -la arepa, el
café, el trozo de queso-, la misma pregunta en los labios y la misma
respuesta: ¨no ha llegado ninguna carta, señor general¨, la misma del día anterior, del mes, de seis
meses atrás, mientras todos esperaban
que las cartas llegaran y el general pudiera tranquilizarse.
Era un hombre formal, estaba acostumbrado a escribir y a que le contestaran, a menos que se embolatara con la dirección y las cartas no llegaran a su destino; que el
correo se equivocara y sucediera lo
mismo; que la mula del cartero se partiera una pata y no hubiera como
reemplazarla; o que sucediera algo excepcional, un accidente, un quebranto,
cualquier cosa, imposible de remediar.
Pero también sentía mermar las
fuerzas. Se le dificultaba caminar sin bordón cuando iba del aposento a
la cocina, a sus necesidades en el
corral, a mover una silla, a dar de
comer a los pájaros, o sentarse a la
sombra de la mata de mango, como siempre
lo había hecho y esperaba hacerlo
mientras mantuviera un tris de fuerza.
Lo que nunca esperó fue perder el
cálculo cuando quiso agarrar el pocillo
del café y no pudo evitar derramarlo
sobre la mesa del corredor. A veces era la cuchara de la sopa. ¡Todo se le
derramaba! Cicatrices de quemaduras en
las manos. Manchas de tinta en la mesa y
el papel de escribir. Dificultad para sostener la
conversa, sobre todo cuando le hablaban y no oía, y por eso no sabía cómo
contestar.
Una
noche no pudo orinar. El doctor Vicentico tuvo que venir a sondearlo y darle
una poción de láudano. Al día siguiente
lo llevó a la botica San José, donde a fuerza de emplastos, baños de asiento y drogas
sedantes logró aliviarlo y destrancarle la orina. ¨Lo encuentro bien¨, le dijo el doctor, ¨pero
debe verse con un especialista¨.
El mismo Vicentico llamó al
doctor Sardi, de Tovar, quien lo encontró, ¨mejor de lo que había pensado¨. Sin
embargo, sugirió llevarlo a Caracas, a la clínica del doctor Borjas. Allá estaba la ciencia. Pero el general se resistió. El doctor Sardi
decidió venir cada mes, cada dos meses. El doctor Vicentico siguió atendiéndolo, de día, de noche, a toda
hora. Vivía a dos cuadras: le bastaba un grito, una razón, un simple papel… ¨¿Para
qué son los amigos?¨, decía siempre…
Sólo le preocupaban las cartas, que el paciente escribía a El General y éste
no le contestaba. Pasaban las semanas y los meses; volvía a escribir a El General,
y lo mismo. Ya no vivía en la finca, ni tenía a quien preguntar por el cartero y las cartas que nunca llegaban.
Ya no se sentaba a tomar su café y a saber de alguna carta o alguna razón. De manera que una tarde decidió sostener una
entrevista con la señorita administradora del correo local y formularle la
pregunta que había hecho a la cocinera y al encargado de la finca. Por qué las
cartas no llegaban. Por qué los camiones del correo no entregaban las cartas que traían, ni se llevaban las que
debían llevarse. Por qué las suyas, las
que había enviado a El General desde hacía más de un año, y las que esperaba recibir, no aparecían.
La carretera unía y lograba milagros. Cartas de oriente, de Maracaibo,
de Guayana. Cartas venidas por el mar, los ríos y los viejos caminos. Todas
embocaban en la carretera inaugurada por
El General. La carretera pasaba por el pueblo. Los camiones pasaban por la
carretera, llegaban y se iban como una exhalación. La señorita revisaba los sobres y se
cercioraba de que estuvieran bien escritos. El cartero Esteban iba de casa en
casa, con las cartas y su espléndido humor. Pero, a la del general nunca iba. Parecía que le hubiesen quemado
¨vete ya¨. Era como de la casa, pero jamás la visitaba.
Cuando el general visitó la casa de la señorita Elvira, se sorprendió de
encontrar en ella al padre Delfín. La señorita le explicó que el padre traía de
Maracay una encomienda. El padre quería conversar.
La señorita Elvira también quería conversar. Conversación de tres conversadores amigos. La
señorita dijo que mientras más pronto hablaran, mejor. El general y el padre
Delfín dijeron lo mismo.
El asunto era más o menos así. La señorita Elvira enviaba a
Las Delicias las cartas del general, con el encargo de que fueran entregadas a El
General. Antes de enviarlas, se cercioraba de que estuvieran impecables a la
vista, el nombre de El General en letras de molde, la dirección clara y
legible. Sin embargo, éstas se
extraviaban, y si acaso llegaban a Las
Delicias, no las entregaban a El General.
No eran contestadas porque no eran
leídas. El pobre general, aquí, esperando,
triste, desolado, lleno de malos pensamientos, sufriendo y preguntando todas
las mañanas a la cocinera y al encargado de la finca, y ellos sin poder
explicarle nada de nada; lo mismo la señorita Elvira, también en la luna, y sin
poder contarle al general, algo, de lo que sucedía y ella no podía controlar.
Cartas todos los meses, cartas que no se contestaban;
estampillas que se perdían; gasto exorbitante
por ese concepto; reclamos de la
señorita Elvira al jefe de correos de Caracas; reenvío de las cartas de Caracas
a Las Delicias; afluencia de tantas cartas, más de diez en solo seis meses, lo que alarmó al jefe de correos de Caracas,
pero, igual, se hizo el motolo y tampoco movió un dedo y la cosa siguió igual.
El padre Delfín se fue elevando de coraje, amoscado, enfurecido, fuera de su habitual comedimiento. Mientras la
señorita conversaba, el padre se elevaba. La sangre le llenaba el cogote y las
orejas. Los ojos conversaban lo que los labios no decían. La señorita recordaba
y repetía lo de las cartas. Las peripecias del cartero, abriendo bultos,
buscando cartas, escondiéndose del general para no desencantarlo. El murmullo
de río manso, que se escuchaba desde el amanecer, deseoso de que alguien explicara por qué las otras cartas sí
llegaban a las manos de los interesados
y las del general se escondían o se esfumaban en una tiniebla de
misterio.
Al fin, resolvió no
escuchar más, y, levantándose, exclamó:
¨Estas son las vainas que uno no acaba de entender. ¡Hacerle eso a este par de
amigos! ¡Qué vaina! Perdónenme ustedes –dijo mirando al general y a la señorita
Elvira-, no se imaginan lo arrecho que estoy. Ya lo sabrá El General¨.
En el acto, buscó
el camino de la calle y de la casa parroquial.
Su acompañante, el padre Maximiliano, no quiso
interrumpirlo. Prefirió apelar al vino que guardaba en la alacena de la cocina
y servirle un vaso guarapero. Al rato se
habían bebido otra botella. Al rato otra, tratando de espantar el mal momento y
agarrar fuerzas para una nueva entrevista con el general. Al rato, otra… Uno y
otro perdieron la cuenta de las botellas despachadas y de las cosas que se
dijeron sin hablar.
Lo que más sorprendió al padre Delfín la mañana siguiente,
fue sentirse como un toro barinés, bravo
pero a la vez alegre, y las ganas de ir a visitar al general. Ya, en su
presencia, se disculpó por no ser un
Francisco de Asís, sino todo lo contrario, y antes de poner el pié derecho en
el estribo de su regio coche tres
pedales, se acercó al umbral de la casa y trató de entregar al viejo militar la
cajita de madera que El General le había enviado de regalo.
¨Perdóneme, padre,
que no se la reciba -le dijo el general-. Como en usted distingo un verdadero
amigo, le ruego explicarle a El General que no le puedo recibir la cajita,
porque cajitas como esa están de sobra
entre él y yo. Bastantes muestras de
amistad me ha dado siempre. Yo lo siento así. Y si me quiere agasajar, me honre contestando
mis cartas, que son de un amigo, que lo quiere y respeta¨.
Se ha escrito mucho
sobre ese incidente; la amistad respetuosa que los dos Generales se
guardaron y la regularidad de su correspondencia; al punto que, en la oficina
local del correo, la señorita Elvira dispuso un apartado para las cartas, que
nunca más se perdieron, y el mensajero Esteban se ufanó de ser el cartero
particular de los dos grandes hombres.
Que se pelearan y estuvieran a punto de irse a
un duelo personal, eran cosas normales entre ellos. Eran ácidos cuando les tocaba ser ácidos. Y
eso de vez en cuando. ¡Ay del que se
atreviera a hablar mal de cualquiera de los dos! ¡Eran amigos! Amigos para toda
una vida. Esa era la verdad.
Y como decía don
Obdulio Mora, que conoció y trató al
general gritense, pues ambos mantenían sus cuerdas de gallos y ambos comían pasteles donde doña Filomena, era un
hombre ¨delicado¨, vaya uno a descifrar
lo que esa palabra significa, pero de que era delicado, lo era, ¿por qué
dudarlo si los galleros y los hombres de la montaña son así?
POMPILIO.
¨El rincón de
Pompilio¨.
Hilvanando historias a modo de cuento, encontramos hoy a Don Ricardo Mendez Moreno, acucioso investigador y recordador de la historia local de su ciudad natal La Grita, la que siempre ha llevado en su bolsillo toda la vida, la que le dio fortaleza para ser quien es y para contar la historia del propio pueblo y de sus hijos nativos y adoptivos.
ResponderEliminarSaludamos con beneplacito y cariño a Don Ricardo Mendez Moreno y le agradecemos el gesto de dedicarnos este breve cuento que no por ello deja de ser interesante e ilustrativo