SANTA TERESA DE JESÚS VIVIÓ EN LA GRITA


De los siete días de la semana, el sábado era el de la devoción. Las familias gritenses aprontaban lo poco que tenían para regalárselo a los pobres. Dar al hambriento… Dar al sediento… Amar al prójimo… Un desfile de pobres recorría las calles y veredas de la ciudad, con el saquito al hombro y las manos estiradas.  Nadie se quedaba sin el algo de lo poco que  las familias podían darle. Hasta los pobres daban lo que a duras penas tenían. Había compasión. Había solidaridad.
 
Doña Teresa Torres de Leal decía que sin amor no puede haber felicidad. En La Grita se la adoraba como a reina. Vivía a una cuadra del Calvario, en casa grande, colonial, con patio, adoratorio, salas grandes, cocina, solar, caballeriza, y huerto de lechugas, tomates, remolachas y árboles frutales.
  
Era la esposa del General Leal, un hombrazo coriano, fornido y catirrucio, que fungía de jefe de la Cuarta Brigada del Ejército, y además,  hijo político  del General Juan Vicente Gómez. ¿Cómo era eso? Muy sencillo. La señora Dionisia Bello, casada con el doctor Torres, médico de San Antonio del Táchira, sucumbió a los encantos de Gómez, se fue a vivir con él y tuvo varios hijos. Doña Teresa ostentaba el apellido del doctor, el legítimo. Su esposo, la suerte de estar casado con ella. Lo cual a la larga no importaba. Doña Teresa lo amaba con pasión. Era su esposo.
 
¿Qué podía importarle a ella, uno u otro vínculo con los resortes del poder, si era la samaritana de La Grita? Por su casa desfilaban las personas necesitadas de cariño y compasión. A falta de hospital,  les daba albergue y medicinas, sufragaba los partos, las vitaminas, los vestidos; metía en cintura  los esposos sinvergüenzas, y hasta pagaba los entierros. Lo hacía en silencio. Que una mano no se enterara de  la otra.  Doña Teresa era así.
 
A pesar de que Gómez se gloriaba de habar pagado viejas deudas a potencias imperiales, la pobreza castigaba y hería el cuerpo de las gentes. A la Grita había llegado la luz, el automóvil, el edificio del cuartel, el colegio de niñas, y muchas obras importantes. Los vecinos saboreaban el agua sin parásitos de un nuevo acueducto. En el club se jugaba al billar y a los buenos negocios. Las señoritas Croce, Gandica y Villasmil,  practicaban el tennis con el dentista Juan Contreras y el apuesto José Ricci. En las cuadras se enfrentaban los Titanes con los soldados del Cuartel. Se viajaba con frecuencia a San Cristóbal. Se empezaba a viajar lejos, en los autobuses de la A.R.C. Empezaban a llegar los circos y las compañías de zarzuela españolas. Pero los pobres pululaban. El pueblo era un semillero de pobreza. Las aldeas, una constelación.
  
La idea de atender la pobrería partió de doña Teresa. Después de varias intentonas y no pocas reuniones, convenció a las familias gritenses de que debían colaborar. Una panela, unos plátanos, unos frijoles, unos apios, una tacita de maíz, no las iban a dejar en la calle. En cambio, iba a a acabarse el espectáculo de los pordioseros deambulando sin sentido, y dando lástima. Fue así como los desarrapados del Sorure, el Valle, Santo Domingo, Venegara, Alto de los Duque, la Quinta, el Pueblito, Guanare, y los pobrecitos del ¨Rincón de los Feos¨, por nombrar algunos, encontraron  alivio a sus necesidades y a su hambre atrasada. Hasta una sopa se inventó. La dirigían doña Teresa y las señoras Lucía Serena y Dorila de Sánchez. Mucho se había avanzado. Era un alivio.
 
Quiso la providencia que, más tarde, el doctor Antonio Arellano Moreno ocupara alto cargo en la Corporación de Fomento y recordara el viejo refrán chino: ¨no dar un pez, sino enseñar a pescar¨. Se idearon planes educacionales, se propugnó la creación de fondos para ayudar al agricultor, se descubrió que La Grita y sus alrededores era un jardín en potencia, que sólo faltaba un empujón. Entonces se habló de mecanizar la agricultura, de la rotación de cultivos, de mejorar la producción bovina y reforestar  los campos arrasados. Se habló del papel de los abonos. Y se habló del riego. ¡Oh regalo del cielo! El riego demostró que allí no había pobres. Había ignorancia y desidia. Faltaba la mano que enseñara a pescar. 
 
Hoy no hay pobres. El Municipio Jáuregui es el mayor productor agropecuario de los andes. Los agricultores saben que el remedio está en ellos. Ahora tienen buenas casas, naves último modelo, se pasean por los distintos continentes del mundo, y todavía  les sobra para ¨bonchar¨. ¿Cómo lo hacen? Habrá que preguntárselo al doctor Arellano Moreno, a don Luís Mogollón, a don Cipriano Chacón, a don Luís Sánchez, a don Rafael Duque, y a las generaciones de relevo que aprendieron la lección del trabajo comunal.
 
Habrá que recordar, también, a Santa Teresa Torres de Leal, noble matrona de los pobres, que una vez fue primera dama militar, y supo ejercer el bien común, sin que una mano supiera lo que la otra hacía. ¡Alabado sea Dios!


                              Ricardo Méndez Moreno

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