Payaso


¡Payaso! Le gritábamos ¡payaso! Y él corría como un perro asustado.

Los muchachos del pueblo íbamos a estudiar en la escuela ¨Padre Maya¨. El director, Manuel Felipe Peralta, nos llevaba por las noches a la plaza del calvario. Una hoguera en el centro. En el cielo, las osas mayores y menores y las siete cabrillas.  Payaso no asistía. Sentía miedo. No sabíamos por qué.
   
Los padres de payaso se llamaban la ¨Humildad¨ y el ¨León¨. Ella de flaca estampa, pelo largo y ojos duros. Él de porte atlético, brazos de gladiador, cuello de toro. Pero la batuta descansaba en la Humildad. León obedecía, como un cordero, a todo decía sí,  nunca levantaba la voz. De los hijos -una niña pelirroja y payasito- se diría que no eran hijos sino soldaditos de plomo.
  
Vivían a un lado del camino, entre el pueblo y la finca panelera de don José Galeazzi, en una pesebrera de dos cuartos y un solar de gallinas. Vestían pulcros. A las 8 de la noche, la oración de las ánimas. A las 6 de la mañana, una tacita de agua miel y biscocho trasnochado. El marido a cargar bultos de hortalizas y cambures en el mercado parroquial. La dama, a servir  en las casas de los ricos. La niña, a la escuela ¨Jáuregui¨. Payasito, a la ¨Padre Maya¨.
  
¡Entonces comenzaba el sufrimiento! El pobre niño, larguirucho y escuálido, los calzoncitos estropeados y la camisita estampillada, no se daba abasto en correr.  Hasta los más chicos lo perseguíamos, gritándole ¡payaso!, y él no se defendía. Sentía miedo, no sabíamos de quién.
  
Un día, el destino de payaso cambió. Con toque de corneta y redoble de tambor, la recluta lo montó en un camión de carga, con otros niños de la zona, y fue a dejarlo en la capital. Allá recibió buena comida, uniforme de caqui, zapatos brodequines y buen trato. Le enseñaron a marchar, a gritar, a disparar. Como era dócil, lo llevaron a servir en la casa de un jefe. Como era corpulento y atezado, terminó en la Seguridad Nacional.

Fotos de los periódicos escritos lo mostraban en su tamaño natural, con una frente clara y limpia, unos ojos de gringo, la cabeza modelada al estilo de los grandes gendarmes europeos, y unos bigotes colorados, como de bárbaro vikingo, que infundían una especie de miedo.
  
Cuentan que cazó, enjauló y torturó a los enemigos del gobierno. Que tal vez, sin querer, desapareció a unos más. Que fue eficiente y sistemático en el arte de extraer, del torturado, confesiones difíciles. Que se hizo aborrecible y llegó a odiarse a sí mismo.

Todo pudo suceder, no lo dudo, pero no era ni la sombra de los otros policías. Cuando fui a visitarlo, al final de la carrera,  me llamó por mi nombre de pila, me preguntó por las hogueras del profesor Peralta y por las correteadas que le dábamos.
  
Tomó aire. Me  abrió los brazos, como diciéndome, ven acá querido amigo, y supe que no eran brazos de verdugo, de hombrazo gigantón, sino de niño consumido por el cáncer.
  
Me duele la barriga, me dijo. Te pondré una ampolleta. Ya no duele, me dijo. Guardé la jeringa y recé a su lado una oración.


                                           Ricardo Méndez Moreno.
  

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