Mi Amigo Aaron
Cuando Aarón Toledano
se presentó en La Grita en su condición de médico rural, tenía el pelo negro,
la mandíbula prognática y los dientes grandes y afilados. El verlo daba miedo. ¨¡Cuidado
con el lobo!¨, le decían las señoras a las hijas. Además era turco, de esos que
venían con las maletas repletas de quincalla, polvos olorosos y sedas
importadas del Asia.
Con los días, la gente cambió de parecer. Aarón resultó ser
un perro manso, amistoso, por no decir,
meloso. Se había transformado en un gritense, y como tal se le consideró
a lo largo de su dilatada existencia.
¿Que cómo lo conocí?,
me preguntarán algunos, y debo contestarles
que fue en diciembre, del año cincuenta
y uno, durante las vacaciones que pasé en mi bella ciudad.
Como era natural,
aunque de medicina sólo conocía el nombre, la di por visitar el Hospital San
Antonio, enfundado en pretenciosa bata de galeno. En verdad, lo hacía…por
figurar. Allí topé con Aarón, que sí era médico, y de los buenos, y se empeñaba
en cortar y coser cristianos y moros, y en ponerles cataplasmas curativas y
conjuros enigmáticos. Había hecho sus primeras armas en Rubio, al lado de Roger
Escalona y la inolvidable Sor Inés. Y sabía, de suturas y cortadas, más
parábolas que las del viejo testamento.
Allí también trabajaba
el doctor Jorge Tomás Irsay, cirujano de guerra famoso, curtido en los campos
de batalla húngaros, que por condiciones inherentes a la situación en que
navegaba su país, después del conflicto bélico desatado por el señor Adolfo
Hitler, tuvo que salir en carrera, a buscar
amparo, y gracias a Dios lo encontró entre nosotros.
Irsay practicó en
nuestro hospital más de trescientas operaciones, entre ellas cotos, abundantes como la alpargatera. Usaba la
anestesia local. Cuando sacaba el cuchillo parecía un D´Artagnán. Lo auxiliaban
Sor María, el insigne Urbano Mendoza,
los bachilleres Carlos Roa Moreno y Adelis García. Fue cuando Aarón llegó, y
las operaciones se elevaron a la enésima potencia. ¿No ven que Aarón era una
máquina y nadie lo podía detener?
Semejante experiencia
modeló la vocación de quien habría de convertirse en el mejor cirujano del Táchira,
y quizás del país. Era un padre, el Padre
de la cirugía tachirense. Formó
integralmente las generaciones de cirujanos más aventajadas de nuestro
acontecer. No solo les enseñó a operar: los
enseñó a ser cirujanos en la dimensión espiritual de lo que serlo significa.
¿Quién, que no lo sea, puede llegar a tanto y además conservarse en el ánimo de
sus discípulos como él lo logró?
Quiso el destino que
después de veinte años volviera a encontrarme con Aarón. Su pelo se había
tornado blanco. Su joroba, aumentado. Mantenía los mismos dientes amarillos de
lobo cimarrón. Pero brillaba de bondad. Era un rabí. Un apóstol seguido por una
multitud de discípulos, enseñando y disertando de la vida. Lo encontré sentado
en el cafetín del Hospital Central, y, al verlo, me sentí transportado a la
época en que él y el doctor Yrsay acababan con los cotos y las hernias de La
Grita, como quien se toma un vaso de agua.
Nos abrazamos y nos
dedicamos a reanudar la amistad iniciada en el hospital de mi pueblo. Él, en su
condición de Director saliente del Seguro Social en el Táchira. Yo, recién
nombrado para sustituirlo. La tarea no era fácil para mí. ¿Un David
reemplazando a un Goliat? ¿Y si me
embolataba, y metía la pata, y ponía la torta, con mi poca ciencia y mi poca
habilidad profesional?
Demasiado difícil me
resultaba la tarea. ¡Aarón era irreemplazable!
¿Qué debía hacer?
¨Sencillamente, no
hagas nada¨, me aconsejó el doctor Luís
Márquez Márquez, con su risa y su cariño a flor
de piel.
¨¿Te olvidas de que es
tu Maestro, y, más aun, tu mejor amigo?¨
Ricardo Méndez
Moreno.
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