El Turco que Vendía Viajes a la Luna
Fue en el siglo
diecinueve cuando los turcos asaltaron nuestro país. Cocinaban sabroso, se
impregnaban de perfumes penetrantes e iban de puerta en puerta, con un sartal
de seda y su labia proverbial.
En el Táchira se
les estimaba y acogía fraternalmente. Unos llegados por los caminos de
herraduras; otros por los ríos navegables. Se supo de una familia que encontró
la muerte en ¨Las Porqueras¨, paradisíaco paraje de La
Grita. De otra que subió del Lago hasta
Colón, y no pasó de allí. Las de San Cristóbal, que arribaron por Cúcuta, se contaban por decenas y se cotizaban por
millares.
La diferencia entre
estos turcos y los que tomaron por la fuerza a Constantinopla se notaba por
encima. En primer lugar, el talante. En segundo lugar, la bondad. Sin entrar en
detalles, recordamos haber tenido amigos turcos a montón. Turcos buenos,
románticos, bebedores de vino y comedores de conservas, dátiles e higos. Amigos
en las buenas y malas situaciones. Generosos, solidarios, verticales. Sin una
pizca de maldad. Poetas sobretodo. ¿Quién, que ame la vida, puede dejar de ser
poeta? ¿Quién, que no la sepa
aprovechar?
En La Grita vivía un señor Serjal,
que dejó muchos hijos, después de haber afrontado muchas muertes. Se le conocía
por ¨el Turco Simón¨, y se le adoraba y
respetaba. Una de sus hijas, María,
sobresalió en culinaria y en belleza. ¨Quien la vio no la pudo olvidar¨ En San Cristóbal, familias hacendosas y queridas, tantas, que la
memoria nos impide recordarlas. Nombraremos cuatro: los Baclini, los Rad, los
Espejo, los Abrajim, o lo que es lo mismo, el turquito Luís Baclini, los turcos
José Antonio y Jorge Francisco Rad Rached, el empresario constructor Edgar Asís
Espejo y el millonario de ilusiones
Antonio Abrajim.
Con la aparición de
los aviones a chorro y el sistema de pasajes a crédito, la segunda mitad del
siglo veinte se llenó de viajes y oportunidades de hacerlos. Ir a los Estados Unidos, a la Argentina , al Brasil, y,
¿por qué no decirlo?, a la Europa milenaria, era mango
bajito. Una tarde me llamó don Antonio Abrajím.
¨Cañonero¨ va a correr en Nueva York¨. Le contesté que no podía. A las
horas tenía mi pasaje, el de uno de mis hermanos, los de varios amigos, y a la
semana contemplábamos al flacucho rocín venezolano en franca competencia con
los mejores caballos del mundo. Fuimos a otras partes. Viajábamos todos los
años. Para eso estaban don Antonio Abrajím, su esposa doña Raquel y su hija Olivia.
Llegó el nuevo
siglo, como una tromba desatada y el corazón en vilo. Una noche supimos que la
sin par Raquel se había acogido al sistema crediticio implantado por ella y su
familia, y se había ido a viajar a las estrellas. Supimos que ¨Turvinter¨ la
lloró. Que con sus familiares la lloramos los que viajábamos a cuotas. Que no
hubo persona, institución, gobierno, secta, religión, que no la llorara. Que el
duelo era total. Entonces, nos dijimos:
¨esta señora se las trae; ahí donde se la ve, tan calladita, ha creado un
vendaval¨.
Pero también
supimos que los viajes para pobres seguirían. Que aunque subiera el dólar, y
las líneas aéreas se quejaran, don Antonio y Olivia no se iban a dormir. ¿Cómo
lo hacen? Vaya usted a saber. Vaya
usted, amigo, donde el Turco, mejor digamos, donde nuestros hermanos, Antonio y
Olivia, y ellos le enseñaran la manera de viajar a la Luna , y un pasaje por cuotas, como en los tiempos de
la sin par Raquel.
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