EL INVENTOR DEL HIELO LO PRESENTA EN SOCIEDAD


El doctor Rafael Vicente Mora manejaba la alquimia. En su botica de la calle Bolívar preparaba menjurjes contra afecciones físicas y espirituales. Tenía reservorios mágicos traídos de París. Esencias milagrosas, perfumes que olían a bueno, panaceas que obraban contra las más crueles enfermedades. De Curazao trajo una máquina para fabricar soda cerrera. Trajo una imprenta en que imprimía etiquetas, devocionarios a la virgen y canciones de moda. Morteros, matraces, lámparas de acetileno, ácidos para fabricar hidrógeno y azufre, trajo de Europa don Vicente.

Un día de ¨El Centenario¨, el doctor Mora anunció el invento del hielo. En la botica atiborrada de jarabes, pastillas, polvos, cápsulas y ampolletas, expuso unos cubitos de agua que causaron sensación. El hallazgo concordaba con la fiesta del Cristo, que para los griteños y los habitantes de los andes, no tiene parangón. De esa manera, por la puerta de la más sentida y sagrada celebración religiosa del occidente venezolano, entró a La Grita, con blasones y repiques, el hielo de don Vicente Mora.

Era la fecha en que Bolívar cumplía cien años de cadáver y el Benemérito Presidente Gómez  anunciaba el pago de la deuda contraída por Guzmán y los otros presidentes magamundos.  La Grita celebró su mejor Carnaval. La Reina Ana Oliva y sus princesas celestiales iluminaron el ambiente y llenaron los corazones de contento. El escritor merideño Romero Garrido se mandó con un discurso de opereta. La banda de la cuarta brigada, con una marcha a la prusiana. Una estatua jurunga, mostraba a Bolívar de pies, como un estadista, como un intelectual. En el club ¨Mariscal de Ayacucho¨, la orquesta de don Inocentes tocaba una mazurca. Fue el año en que el padre Escolástico Duque estrenó el billar traído de Alemania. En que el abogado Pepe Quintero recitó sus poemas en la plaza del calvario. En que el doctor Romero Lobo operó el primer lobanillo. Y en que los hermanos Luís y Pablo Croce se fueron al centro e ingresaron a la escuela militar de Maracay.

Todavía no había ocurrido el terremoto que tumbó casas y amenazó la cúpula de la iglesia mayor, ni la inauguración del puente sobre el callejón de San Francisco, ni la venida de las hermanas dominicas con un botón de rosas y esperanzas, ni los perros daneses del padre Cabaret. Pero funcionaba la luz, inaugurada el año veintisiete por los empresarios  Luís y  Eutimio Gandica, y la carretera ente La Grita y Seboruco. El automóbíl ya era viejo: lo había traído por el Lago y a lo largo del Ferrocarril del Táchira el acaudalado comerciante Abelardo Mansilla.

Otro boticario, el sabio Roberto Rodríguez Pérez, atrajo la atención de los enfermos de lombrices con una panacea colosal:  el purgante delicioso, a base de sal de epsom y cola champañizada, fabricado en el trasfondo de su casa en una máquina automática. Además, un polvo blanco traído de Colombia, el cloro, para echar en los tanques del acueducto y acabar con los gusanos que se comían a los niños y a los viejos, y que nadie agradeció. Años más tarde tendría que irse a escondidas, perseguido por unos mozos, que se llamaban revolucionarios y no pasaban de tristes renacuajos de papel.

Hielo como el que fabricaba el doctor Rafael Vicente, nunca volverá a verse en la Atenas tachirense. Purgantes deliciosos, como los que producía en la trastienda de su casa el doctor Rodríguez Pérez, jamás volverán a aparecer.

Los dos se fueron hace rato. Sólo nos queda agradecerles sus servicios y pedir al Dios de las nubes  los tenga sanitos y los libre de las malas apetencias del demonio.


                                        Ricardo Méndez Moreno.
                                   

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