Cincuenta Semillas de Esperanza



Me han contado que el santo  cobrero, Edgar Arturo Roa Rosales, se encuentra de cumpleaños y sus feligreses y amigos le tienen preparado un pus café. Como me considero uno de ellos, y acaricio en mis manos la invitación, iré puntual,  a la misa prometida y a oír los encantos de su voz. Será en la iglesia de Nuestra Señora de Coromoto, presidirá la ceremonia nuestro apreciado obispo, Mario del Valle Moronta,  y de seguro acudirá la gente a reventar.

El cuento comienza en El Cobre, ciudad privilegiada de los páramos, donde el frío y la sementera enmarcan una manera dulce de vivir. Tal vez no exista otra persona que la haya amado tanto y cantado en más sentidos poemas,  como Ramón Vicente Casanova, escritor atildado,  que se extasiaba en los barbechos, en las melgas de papa y arracachas, los quesos, las cuajadas, las espigas  de trigo ,  el agua siempre pura del arroyo. No había  pobres; no había ricos. Una sola familia. La mano vuelta y el convite. El trabajo en común. El pan amasado con sudor.

Una mañana se peleó en los páramos vecinos. Ganó Cipriano Castro. Perdió el legendario guerrillero Espíritu Santo Morales. Hubo lágrimas, hubo tristeza, un sabor de amargura  entristeció  el alma de la gente. Castro había peleado contra un hombre que no debía perder. Contra un gigante que tenía a su favor el ser amado por los suyos. El desengaño se hizo presente.  El General Morales se retiró a su cuartel en la espesura de la montaña. Antes, liberó la tropa de todo compromiso. Quien quisiera irse a Caracas que se fuera. Al fin y al cabo,  era la gesta de un pueblo tras la estrella  de un destino mejor.

Sólo que don Cipriano no las tuvo mejor. La altura del poder le trastornó de tal manera, que su compadre Juan Vicente, a pesar de ser con él, como se dice, una sola persona, le madrugó en 1.908 y lo envió de vacaciones permanentes al exterior. Murió en Puerto Rico, lejos de todo acontecer, al paso que,  en el Táchira, un chacal sin entrañas, que había formado parte de las huestes capitaneadas por los dos compadres, se emperró  en mandar y  castigar a sus paisanos, con felonía solo comparable a la de Atila.          

Los cobreros hicieron lo que antes había hecho el General Morales. Se armaron,  lucharon y pusieron al chacal en aprietos.  Su sátrapa local,  Rafael Mogollón, tuvo que irse en estampida, y dejar el pelero. Era un criminal. Gentes tan pacíficas como don Abraham Sánchez y don Joaquín Méndez   manifestaron el deseo de liquidarlo, lo que no sucedió, porque ya se encontraba en Michelena, y los hombres del Sute Andrés hicieron el mandado, en medio de una banda de zamuros alegres.    

El chacal reforzó la persecución. Veinticinco mil familias fueron expulsadas a Colombia, y ni así logró asustarlas. Estaba totalmente equivocado.   Los tachirenses no se iban a dejar acobardar por un facineroso disfrazado de General. Días más tarde sería reemplazado y enviado a freír monos, con el rabo entre las piernas, a Barquisimeto, pero no era el mismo, si acaso un remedo, una caricatura, sólo eso: el desprestigio pesaba demasiado sobre su desmirriado cuerpo de matón.
A decir verdad,  los cobreros nunca fueron pendencieros. Ramón Vicente los recordaba en su justa dimensión: sencillos, solidarios, compasivos, querendones, creyentes… En ese Cobre, el padre Morales había curado enfermos y enderezado huesos descompuestos. Un párroco Márquez, dirigido el entierro del año viejo.  El inmortal ¨Regalo¨ y los Generales Rafael y Nolasco Moncada, emborrachado de lo lindo, después de oír el verbo de Juan Pablo Peñaloza. Rafaelito Escalante, molido el mejor trigo de los andes mientras vitoreaba  a  COPEI y al doctor Caldera.  Un tío de Edgar Roa se graduaba de sabio en París. El padre Raúl Méndez Moncada, de griteño empedernido. El pueblo todo, de héroe invencible frente al  manotazo de la tromba marina.

Nació el padre Edgar en el Cobre, por la época de las últimas inundaciones. Fue a la escuela,  al barbecho y a los campos sombreados por los sauces, con un trompo en el bolsillo, un mojicón y la orden de traer para el ordeño las pocas vacas de la familia. De pronto, fue al seminario diocesano, a Roma y a los predios del Papa. A Guanare, como guardián coromotano. Muchas veces a la cátedra sagrada, cubierto de sapiencia e hidalguía. No menos a la prensa y a la televisión. Pero especialmente a las parroquias tachirenses, a las escuelas y colegios de niños, a los barrios, a los claustros de viejitos y viejitas,  en una mula rucia, que parecía extraída de un pesebre navideño, y a una cátedra de siembra, la que antes ejerció y ahora  cultiva, con mano de buen agricultor, siempre sembrando las semillas doradas,  siempre fructificando sus  semillas de esperanza, cada día más robustas y  arraigadas en el alma, y él con nuevos bríos, como cuando salía a buscar las vacas o a jugar una partida de trompo sabanero.

Calvo, un poco magullado, con cierta cojera maliciosa, su risa y su cara de poeta,  lo encontré hace unos días. Venía a contarme que se sentía como un normando, los toros que trajo al Cobre el General López Contreras. Le pregunté,  ¨¿qué está tomando padre?¨ Me respondió: ¨semillas de esperanza¨.  ¨¿Qué vitamina tienen dentro, esas semillas, que lo veo tan jovencito?¨ ¨Alegría, deseos de servir¨  Quedé patidifuso, estático, casi mudo.  ¨Eche palante, mi padre¨, le dije.

Comenzaba a lloviznar y el padre Edgar Roa tosía, acatarrado. Se despidió, se puso el  balandrán y salió por las calles de mi Dios a visitar otras ovejas.

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