Catafilo Solía Venir por Navidad



 _Comadre, mande a bautizar el muchachito que se le va a morirr judío.
Ningún niño en el pueblo podía quedarse sin bautizo. Podía terminar en el Limbo, algo como una esfera cerrada de la que jamás podría salir. Peor aún,  sucederle  lo que a los hijos de Israel, que por ofender a Jesucristo y burlarse de su dolor, fueron condenados por Dios a eterna pena, y a vagar por el mundo, sin destino ni refugio posible. Pero, ¿quién era en realidad el judío errante?
Unos hablan  de Catafito –o Catáfilo- policía que cuidaba a Poncio Pilatos. Otros,  de Ausero,  zapatero remendón, extremadamente sectario como los políticos de ahora. Otros, de Samir o Samar, cicatero y ladrón, que fundió el  becerro de oro en tiempos de Moisés y, no contento, creó bancos y manejó a su antojo el dinero de los demás.
En lo que sí existe unanimidad es en el conjuro o la pena  que Dios le aplicó: ¨andarás por la tierra hasta el fin de los tiempos y nunca morirás¨
En los años cuarenta se  hablaba mucho del Judío. En La Grita se le combatía con oraciones a  nuestro Señor Jesucristo y se le comparaba con algunos ricachones  del lugar.  Los fulanos  se habían ganado el apelativo con creces. Eran unos bichos, unos desalmados. Se les miraba y media con la vara del desprecio popular. Y ellos, ¡tranquilos!, como si la cosa fuera con otros.  
Por eso, cuando el Judío Errante pasó por la ciudad, bufando y exhalando bocanadas de humo opaco y cerrero, le caímos a pedradas y le rezamos feos conjuros. No era la primera vez que pasaba: fueron tantas que el pueblo había perdido la memoria. Siempre venía por  navidad, como adelantándose al hijo de Dios, cosa que a nosotros nos disgustaba. Como adelantándose a los Reyes y burlándose de ellos. Tenía razón el padre Sandoval, al crear la brigada que creó, para combatirlo. El padre hizo que trajeran palos de vero de la tierra llana, algo como bates de jugar pelota, y formó un ejército de hombres fornidos y bien entrenados. Hizo que construyeran centenares de cruces y, también, senda jarras de agua bendita. Era un enemigo de cuidado y la prudencia aconsejaba estar alerta y no darle cuartel.
El humanista y escritor tachirense, Ramón J., contaba que las visitas del Judío se remontaban al año veinticinco, cuando la carretera transandina comenzó a funcionar.  Él, por lo menos, fue testigo presencial:  el judío partió de San Antonio del Táchira, y a las cuatro horas se encontraba en Maracaibo, como una lechuga.  ¿Quién, que no fuera el Judío, podía viajar más rápido que cualquier avión a chorro,  sin fatigarse siquiera?
Ya, en Caracas, estudiante de medicina y próximo a graduarme, me aconteció algo que nunca había contado, y fue que mi entrañable amigo, Luís Augusto Baptista, me invitó a una tenida de rones, en El Viejo Molino de Sabana Grande, y allí conocí  a Gabriel García Márquez, entonces exiliado y en situación precaria, lamentable. Caracas era un hervidero de noticias. El General Pérez Jiménez agonizaba sin saber. 
¿Por qué cuento  esta historia? Porque ese día el periodista colombiano comparó su tragedia con la del Judío Errante, y mi amigo Luís Augusto, para no quedarse atrás, también contó la suya, que podía ser la mía y la de muchos griteños en iguales condiciones.  
Mas he ahí que, pocos años más tarde,  el mismo  periodista que nos había echado el cuento del Judío,  sorprendía al mundo entero con una novela colosal, intitulada:  ¨Cien Años de Soledad¨, en que contaba las aventuras y desventuras de un pueblo cercano a la  goajira, llamado Aracataca, al cual le cambió el nombre por Macondo.  Más que cuento era la historia alegre  de gentes algo locas, que tan pronto inventaban pescaditos dorados como mariposas amarillas,  gitanos, circos y  vendedores ambulantes, mientras el  viejo coronel Aureliano Buendía se entregaba a   la alquimia y a rememorar sus glorias militares.
Recuerdo que a la semana la había leído de cabo a rabo. Que no encontraba qué decir. Y que lo que más me impresionó fue el pasaje en que  el Judío Errante se presentó en la aldea, disfrazado de diablo,  y las gentes se persignaron, echaron mano a los devocionarios de la virgen y a  la epístola de San Pablo a los judíos.  
¨Tenía el cuerpo cubierto de una pelambre áspera, plagada de garrapatas minúsculas, y el pellejo petrificado por una costra de rémora. Tenía el aspecto  híbrido de macho cabrío cruzado con hembra hereje, cuyo aliento calcinaba el aire y cuya visita determinaba la concepción de engendros por las recién casadas¨…
Me acordé de Luís Augusto y su historia del  Judío Errante. Con alguna diferencia de estilo, la del novelista García Márquez y la de mi estimado paisano, se parecían como dos gotas de agua.  Pero Luís Augusto no escribía novelas. Por eso no la publicó.

                                     Ricardo Méndez Moreno.

Comentarios

Entradas populares de este blog

El Turco que Vendía Viajes a la Luna

Cincuenta Semillas de Esperanza