Ancianato de Ángeles



      Existió en La Grita una  dama, de singulares rasgos femeniles y tierna bondad,  que tenía  casa grande y un solar de gallinas ponedoras. Los vecinos dieron en llamarla la niña, pues era bella, como Santa Lucía, y virtuosa como la Virgen de los Ángeles. No fue que se quedara para ¨vestir santos¨; es que no hubo varón que lograra seducirla. Era una fortaleza inexpugnable a los satanes de  la carne. Amaba en la forma  como aman las vírgenes. Por eso la llamaban ¨la niña¨.

     Gobierna Castro; luego Gómez. Se habla del poder de esos generales y de las derrotas infringidas a otros generales.  Hay cornetas,  hay tambores, hay proclamas. También,  enfermedades y miseria. Las  bayonetas y los chopos no  han sido  capaces de vencerlas.  Contra la lepra, la tuberculosis, el paludismo y otras plagas perniciosas,  se estrellan los matones de oficio. Se estrellan contra el cólico miserere,  el tapa buche  y el tifo. Contra las bichas que se llevan en sus garras  vidas de  madres y padres pobres, y de niños, que  pagan el mayor tributo a la muerte. 

    No hay médicos. Como no los hay, se inventan. Don Teodosio Guerrero purga y saca  lombrices a los muchachos del colegio ¨Corazón  de Jesús¨.  Tamañizo diagnostica por la orina y el pulso.  En Seboruco comienza a pestañear don Simplicio.  En El Cobre, el padre Morales.  En la Quebrada de San José, la médica Jovita.   Médicos  que tengan título académico,  ni de remedio. Tovar es la única población que los tiene.  Los hermanos Sardi,  graduados en Italia,  “preparadísimos¨, saben tomar el pulso y auscultar el corazón. Cuando viajan a La Grita, cobran una morocota por enfermo.  ¡Una  fortuna!


     Pero, gracias a mi Dios, y aunque los incrédulos se den cabezazos contra la pared,  se cuenta con el hospital  de la  ¨niña Emeteria¨,  la casa grande donde vive  desde hace sesenta años, cuida de sus gallinas ponedoras y de una veintena de viejitos abandonados. ¨La niña¨ les  lava las llagas, les asea los cuerpos descarnados, les suministra  huesos de los que le regalan en el matadero,  llora por ellos y con ellos, y los ayuda a bien morir. 
    La calle, antes ¨Cortés de Madariaga¨, pasó a ser de la niña y de los viejos. Se la  llama,  ¨del Hospital¨¨.
    En 1.932, un cura bravo, el padre Escolástico Duque, tiró la parada de su vida y fundó el ¨Hospital San Antonio¨.  El nuevo centro asistencial estrenó médico y aparatos novedosos. Los boticarios Vicente Mora y Roberto Rodríguez Pérez se encargaron de las drogas, loa purgantes y las cataplasmas. Las Monjas Dominicas de Mérida, como antes lo hicieron en el Hospital ¨Los Andes¨,  de la augusta ciudad serrana,  le imprimieron al nuevo hospital el encanto de su santa humanidad.
    Ruedan los años. La vida se tiñe de colores risueños. El progreso gira, canta y bendice al Señor.    El hospital ha sido un tiro por la frente contra los males y las cosas feas del pueblo. Un tiro,  el ¨Colegio Santa Rosa de Lima¨, donde niñas de la ciudad y el campo  se preparan en la ciencia de Dios y en el arte de la vida.  
   Es la década de los sueños cuajados en  milagros. El ¨Instituto Jáuregui¨, del padre Edmundo Vivas. El seminario ¨Ker María¨, del padre eudista Cabaré.  Y, por supuesto, el acueducto que La Grita pedía a gritos y el doctor Rodríguez Pérez hizo realidad. Ya no corren por las calles de piedra  las viejas tomas de agua. Ya los vecinos no se lavan los pies en esas tomas, ni vacían en ellas cosas que no debían vaciar.
    El hospital del padre Duque y de las monjas dominicas se mantuvo hasta el año cuarenta y cinco.  Lo reemplazo uno moderno, construido por el mayor Francisco Angarita Arvelo, a finales de la administración del general Isaías Medina Angarita, en las adyacencias de ¨El Terreno¨, o sea, el campo donde se jugaba pelota sabanera. 
   ¿Qué hacer con la vieja sede del hospital? ¨Convirtámoslo en una casa para viejos¨, dijo doña Ernestina Gandica de Gandica, no una casa cualquiera, sino un nido de ternura y amor, como fue en su tiempo de gloria el hogar hermoso de la ¨Niña Emeteria¨.  
   Si alguien le pregunta a usted por esta institución, cuéntele que tiene por nombre San José, el humilde esposo de María. Cuéntele que allí disfrutan de la vida algunos de los viejos que pueblan este mundo de dolor. Que los cuidan las monjas más dulces y abnegadas que alguien pueda imaginar. Y que es un paraíso de ángeles, como a Dios le gusta que sea, y no podrá ser distinto porque es mandato de su divina autoridad.   
   
                                        Ricardo Méndez Moreno.

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