Don Jose Galeazzi tenia un Revolver Viejo y Grande



El poder del General Pérez Jiménez se afianzaba con el tiempo. El General Delgado ya no estaba. Los periódicos caraqueños se mofaban de la nueva junta de gobierno. ¿Qué hacía en ella el doctor Suárez Flamerich, si los que mandaban eran los coroneles Marcos Pérez Jiménez y Luís Felipe Llovera Paéz?

En el Táchira fungía de Gobernador el Comandante Juan Pérez Jiménez, hermano del Coronel. Viejos políticos, como don Luís Santander, hallaban al novel gobernante parecido al General Celestino Castro, que mandó por lo ancho a comienzos de siglo y su hermano Don Cipriano  tuvo que destituirlo. La semejanza no admitía vuelta de ojos. Era un abusador. Además tenía una cohorte de esbirros, entre ellos, un señor Quiñones, Jefe de la Policía de La Grita.
 
Yo  conocí de lejitos a ese señor, durante una de mis vacaciones estudiantiles. Medía casi dos metros de bravura; cubría la calva con un sombrero alón; caminaba pandeado, como si la columna se le fuera a salir por el abdomen; portaba un foete salpicado con retazos de culebra; en la cintura dos revólveres; colgando, una peinilla.

Apenas  posesionado de su cargo,  se dio a conocer por los paseos a altas horas de la noche, de botiquín en botiquín, de covachas en burdelitos y cuartuchos famélicos,  escoltado por dos tigres corianos, y su voz de trueno, aterradora.

A los días, andaba como Pedro por su casa, ordenando, gritando, planeando a ciudadanos indefensos, mofándose de las viejas familias, sin importarle el que dirán, ni la alcurnia, ni nada. Para eso era el jefe. Para eso tenía su bravura y su clase de matón. Y el apoyo incondicional del Comandante Juan Pérez Jiménez, Gobernador del Estado.

La Grita celebraba las misas de aguinaldo. Un grupo  de  comerciantes andaba de fiesta por las calles.  Paseos, tamboras, redoblantes, globos, coquitos, confites, algodón de azúcar, mistelas, abrazos, apretones, ¨viva yo, carajo¨,   ¨viva la fiesta, santo Dios¨…           

Nadie daba vivas al gobierno. Nadie quería al gobierno, por eso, nadie daba vivas al gobierno. Los escoltas corrieron a casa de Quiñones.

_Jefe: nadie quiere dar vivas al gobierno. 

_¿Quienes son los cabecillas?

_Los Galeazzi, señor.

Los encontró en la esquina del ¨Gato Negro¨, junto a Eleazar Moncada, Belarmino Mogollón, Ramón Carrero y Ramoncito Gandica. Se acercó a ellos, e increpó directamente al Dr. Humberto.

 _¿Qué pasa con ustedes, que no respetan al gobierno?

 _Nada hombre. 

 _ ¿Y por qué no le dan vivas al General?

 _ Porque no nos da la gana, señor, por eso no le damos vivas al General.
      
Se armó el pleito. Salieron a relucir más armas que en la guerra de Corea. Al doctor Humberto se sumaron César, Vicente, el doctor Juan, el tío Carmelo, los primos, los sobrinos, los cuñados, las hermanas, y hasta el reverendo padre Sandoval.
     
La plaza, antes tranquila, parecía un mercado libre. Llegaban personas. Se gritaba. Se vociferaba. Quiñones y sus escoltas no encontraban que hacer. Al grupo se habían sumado el coronel y doctor Anastasio Gómez, juez del municipio; el teniente y farmacéutico Vicente Mora; algunos profesores del Liceo Militar Jáuregui; otros comerciantes; muchos griteños.
  
El doctor Humberto, para evitar una catástrofe, optó por retirarse a la casa de su padre, don José, frente a la plaza Jáuregui. Sus hermanos y amigos lo siguieron. La plaza comenzó a despejarse. Parecía que el episodio de violencia había pasado. Pero no fue  así. El señor Quiñones bramaba y alzaba su peinilla. A cada rato repetía:

_Cobardes. No son sino unos cobardes.

No contento, tomó la resolución de irse a  casa de la familia Galeazzi, con sus gritos y su peinilla levantada.

_Aquí vengo pa´que nos matemos –gritaba y avanzaba resueltamente.
   
Al llegar a la puerta, vaciló unos momentos. Luego, vuelto un energúmeno se introdujo en la casa. Con él, los dos tigres corianos. En la calle se aguantaba la respiración. Se invocaba a los santos milagrosos.
   
Un murmullo tumultuoso dentro de la casa. Sólo eso se oía. El pálpito de que algo terrible iba a ocurrir. El suspenso. La voz ronca, asordinada, de don José Galeazzi.  

_¿Qué le pasa, Quiñones, usted cree que esta casa es un corral y usted puede hacer lo que quiere?  No sea pendejo.

Los dos revólveres Winchester cachenacar  de don José,  viejos y largos como su voz y su coraje,  apuntaban al medio del güargüero. Quiñones se había enfriado. Parecía un popsicle de culillo.  

_¿Con que guapo, eh?  
     
Quienes estábamos en la plaza, asustados, no nos dimos cuenta de lo que sucedía. El murmullo de abejas de la casa había pasado. Los gritos de Quiñones  desaparecido. Todos nos dijimos: ¨gracias a Dios que la cosa se calmó¨,  pero, de pronto,  nos asustamos nuevamente.

Por la puerta grande y amplia de la casa, salía Quiñones, cabizbajo. Don José se asomaba, sin darse cuenta de que estaba en paños menores.
   
Con el tiempo nos contaron que el coriano se fue a temperar en la Cruz de Taratara.  Pudo ser cierto, no lo dudo. Que también había sido causa de la perdición de su jefe, el Comandante Juan Pérez Jiménez.
    
Lo cierto es que éste se fue a  vacacionar.  Lo reemplazó el doctor Antonio Pérez Vivas, primo del Presidente, Marcos Evangelista.
  
En Miraflores seguía mandando el hijo de Michelena, elegido en ¨libérrimos y pulcros comicios¨, y en el Táchira, el  doctor Pérez Vivas, que  no creía en foetes ni en tigres de papel, construía su propia aureola democrática.

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