Cambio de Comando en la Corte Celestial



Los mozos de los partidos de gobierno y oposición decidieron dirigirse al señor Presidente  y pedirle algo que nunca antes habían pedido a otro Presidente: el ascenso del Santo Cristo de La Grita al cargo de Patrono de Venezuela y  de la Virgen de Coromoto al de ayudante de su hijo.

El gesto, nada ortodoxo,  puede generar inconvenientes. Habría que preguntarle al Cristo, si está de acuerdo con la idea; a la virgen, si le gustaría dejar el coroto y pasar a puesto subalterno; a los indios guanareños, si les place que un Cristo extraño los vaya a gobernar; y a los paisanos de La Grita, si se van a dejar echar ese vainazo.
  
A lo largo del tiempo, han sido muchas las historias de santos y santas envueltos en problemas políticos.  Caso específico, el de la Virgen de los Ángeles, destinada a Tovar, que en el camino se extravió y vino a aparecerse en La Grita. La ciudad merideña tuvo que conformarse con otra virgen, la de Regla, que en plata blanca venía a ser lo mismo. Podrá haber once mil vírgenes y llamarse con once mil nombres distintos,  pero María es una sola. Es la Jefa y, como Dios, en todas partes vive y bendice al género humano.

La historia  que de seguida vamos a contar tuvo por escenario la ¨Atenas del Táchira¨, antes de que alguien se antojara a  bautizarla  con ese nombre. Nos referimos al terrible terremoto de 1.610, que acabó con lo poco que en ese entonces existía.

Hundimientos de   montañas, crecidas de ríos, quebradas, derrumbes cataclísmicos.   La naturaleza nerviosa y en pánico. Derrumbe de La Quinta, con afloramiento de láminas de cobre y destrucción masiva de tortugas y dinosaurios colosales.  La  Laguna Grande se agrietó. La Viga de Oro estuvo a un tris de partirse en varios toletesf. ¡Aquello fue espantoso!

Para colmo, las mansiones cachacas de la ciudad y el convento de los frailes franciscanos cayeron como piezas de baraja. Los griteños gritaban (valga la redundancia). Los pobres monjes no encontraban qué hacer. El gobierno de Caracas no los quería ayudar. Era centralista. Los había abandonado porque no votaban por él.

¨Tengamos fe¨, se dijeron los monjes. ¨Echémosle bolas a la situación¨.

Uno de ellos,  cuyo nombre era Francisco, se arremangó el hábito, agarró canalete, parihuela, machete y otros utensilios de trabajo, e hizo lo que tenía a  hacer. No contento, provisto de la mejor hacha disponible,  cortó un cedro,  y del tronco arrancó los hombros, los brazos, el abdomen y las piernas de un santo.

Hecho esto quiso tallar el rostro. ¿Cómo hacerlo si no lo conocía?    ¡Imposible!   Era muy complicado para el campesino y el monje no pasaba de aprendiz. ¨Dios, échame una mano, ayúdame¨, gritó el monje. Dios pensó:  ¨Debo ayudarlo, si trata es porque quiere, y si quiere es porque cree. Le enviaré uno de mis ayudantes¨.

Sería de madrugada  –tuvo que ser a esa hora porque el gallo despertador cantaba cerca y se oía clarito-,  cuando un ángel grandote, fortachón, se instaló en el taller, a trabajar,  y, ¨en lo que espabila un cura loco¨, terminó la obra iniciada por el monje.

Había nacido el Cristo de los Milagros. Fue en Tadea, a una legua de la ciudad del Espíritu Santo.

Hace poco se celebró el cuatricentenario del milagro. Tadea sigue siendo una colina portentosa, impregnada de magia y ganas de vivir. La Grita, una loca que no encuentra que hacer, pero siempre radiante, soñadora, enamorada de lo suyo y devota de su Cristo. Le sobra lo que otras ciudades no han podido alcanzar. El espíritu del Cristo vive en ella.  El abrazarse, quererse, pellizcarse y darse pescozones sigue incólume, como en los días del fraile Francisco y del Ángel del Señor.

¿Qué le falta? Que no se metan con su Cristo. Que lo dejen tranquilo y no se pongan a inventar. Que no lo sigan sacando de paseo por  calles y lugares peligrosos, pues el pobre ya no está para esos trotes. Se  puede deshacer e irse al cielo en cuerpo y alma. Se puede enfermar de pulmonía  y, tal como está la situación,  se corre el riesgo de no encontrarle tratamiento.  

En cuanto al cargo, que  Dios sea quien decida. Por algo es el jefe. El único que puede decretar  cambios en la Corte Celestial.



                                           Ricardo Méndez Moreno.            

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