AQUELLOS DOMINGOS
En mi lejana
infancia, los Domingos eran los días más esperados. La Grita madrugaba. La misa de
seis era una feria de almas entregadas al rezo y al arrepentimiento. El
reverendo Edmundo Vivas, vestía de gala y cantaba aleluyas. Los soldaditos del
Cuartel Junín, disfrazados de alemanes, exhibían paños azules y cascos dorados.
Nosotros no sabíamos leer, pero igual repetíamos de memoria los cantos en
latín, las salves y la elevación. ¡Eran misas romanas! Todavía no había llegado
el Papa Santo, Juan Veintitrés, con su Concilio y su cambio de lengua.
Dios andaba en todas partes, se alojaba en nuestros corazones, y, aun los
soldaditos del cuartel, que tampoco leían el evangelio, se sentían
transportados y exhalaban santidad al salir del templo y desfilar hacia el
comando.
Con canasto y
grandes ganas de comer, visitábamos la cocina de Dominga Ramírez, una señora
esbelta y buena, que sabía de comidas más que el sabio Salomón. Un bolívar de
bollos le comprábamos, ocho bollos grandes y cuadrados, olorosos a guiso y a
maíz, y de ñapa, un pastel, del tamaño de una luna, hecho de harina criolla, y
de carne, garbanzos, cebollín, ají dulce y culantro.
A las diez de la
mañana, el encuentro beisbolístico en ¨El Terreno¨ de las cuadras, donde
jugaban ¨Los Aliados¨ y los soldaditos del cuartel, y el pueblo entero asistía,
para apoyar a ¨Los Aliados¨, que eran el pueblo, o al menos así lo imaginaba. Había
una gallera en ¨El Punto¨, al lado del
teatro colonial de don Ramón Gandica, que se llenaba hasta los techos, como un
panal de abejas gigantesco, abundaba en apuestas y en duros desafíos, y podía
oírse en la iglesia matriz, a la misma hora del juego de béisbol. El resto del día, el almuerzo, que era de leche
y cochino cocinado a fuego lento, la chicha, los pasteles, la horchata y el
dulce de platico. Por la tarde, la risueña asistencia a un bautizo importante, con pólvora, repique y propinas generosas de
los buenos padrinos. Por la noche, el
ejercicio, pero ese era otro cuento, y no nos atraía.
Ramón J. Velásquez,
que en ocasiones visitaba la ciudad, y
solía asistir a la misa y al desfile de los soldaditos del cuartel, se
tuteaba con los mozos y les hablaba de cosas esotéricas. Tenía una noviecita
pelirroja, muy hermosa, a quien picaba el ojo y le enviaba poemas. En el teatro
discurría de agricultura y de reformas. En la casa de las Ramírez Murillo, echaba
cuentos árabes y chinos. En los altozanos del templo, conspiraba. Con razón se sospechaba
de su verbo y del modo en que aliñaba la conversa. Debía ser un revolucionario, un comunista,
pero nadie lo acusaba. Ramón J. iba a la
misa, a rezar y comulgar, y además sentía gran respeto por la iglesia.
Años más tarde aparecieron
sus escritos y sus cantos. Su pluma llegó a sentirse en la capital de la
república. Había cobrado fama de letrado y de político. Ahora sí sabían lo que era. Un revolucionario.
Un periodista. Un santo. Un hombre que no podía ofender a nadie. Sin embargo,
quien mandaba en el gobierno lo acusó de comunista y de mal hijo de la patria y
lo llevó a una cárcel nauseabunda. Hacerle eso a él, cuyo pecado era amar a su
prójimo, defender a su pueblo, luchar para que nunca apareciera en lontananza
una razón para llorar, y escribir lo que muchos no querían escribir, tenía que
ser una bestiada . Pero igual lo acusaron y él no opuso resistencia. Las
bestias no supieron lo que hacían.
Ramón murió siendo
un profeta. Así se le recuerda y se le quiere. Murió siendo un católico, pero
no europeo sino venezolano y tachirense. Un parroquiano que cumplía con su
deber y sabía treparse en el recuerdo.
¡De cuántos
Domingos escribió! ¡De cuántos días hermosos de la infancia y de la enamorada
juventud! Era producto de su tierra. Era la suave emanación de las gentes de antes
y después.
Ricardo Méndez
Moreno.
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